El legado de Cristina

A las pocas horas de conocer la noticia de su fallecimiento, recibí el encargo de escribir una semblanza de la Sra. Cristina Armendáriz de Bricco, directora del IRESM por casi 30 años, para el servicio religioso celebrado ese día en su memoria. Sintetizar en pocas palabras, la obra de algunas personas, suele representar un enorme desafío.
Pensé, entonces, en los rasgos ineludibles, cuya ausencia no perdonarían quienes la conocieron y que, además, servirían de inspiración a quienes no tuvieron el privilegio,
Y la respuesta no tardó en llegar: el legado. La acción de legar, dice la RAE, es “pasar o transmitir una cosa de generación en generación” Hacer un inventario de ese legado, representaba otro reto y el resultado sería tan
interminable como incompleto. Entonces, el desafío era encontrar una idea que lo sintetizara. En ese momento, sin dudarlo, me vino a la mente una frase que ella acostumbraba a pronunciar: “Espíritu fundacional”.

En su permanente reconocimiento a nuestra fundadora, la Sra. Adelina de Duret; Cristina no dudaba en atribuirle la grandeza de esta escuela, que ya por entonces, se había ganado el reconocimiento, incluso más allá de nuestra propia ciudad. Sin embargo, esta comunidad educativa es testigo del impulso que su gestión le imprimió a ese proceso, que logró instalar en el imaginario social, la idea de una escuela distinta, innovadora,
disruptiva, imitada.
Su tarea comenzó a llamar la atención en los tempranos 80´ y, hasta hoy, sigue siendo una fuente de inspiración para muchas personas. Pionera y líder natural. Mujer de carácter. Profesora de esas que nadie olvida. Lectora
ávida y escritora. Poseedora de un don de la palabra que fue motivo de la admiración de sus audiencias, cautivadas por su discurso atrapante y su mensaje claro e inspirador. Culta. Hubo tiempo en que esa palabra era suficiente. Ser profesora de literatura y filosofía, ensayista y escritora, naturalmente la ubicaba en ese círculo un tanto selecto que había leído de Platón a Sartre, de Dostoyevski a Cortázar, y también a García Márquez, Cristina Bajo, y a sus amigos poetas de los clubes de escritores, entre muchos otros.

Nuevas corrientes de pensamiento, llegadas principalmente Francia, cuestionaron esa forma de cultura a la que le endilgaba ser producidas por y a la vez productoras de una elite dominante. El acervo cultural, en un sentido clásico, comenzó a desdibujarse merced a los embates de los teóricos de la reproducción y la deconstrucción, que instalaron la
tesis de que la cultura, especialmente la occidental, era un instrumento de dominación de algunos sobre otros y, llevaba es sí mismos, el germen de la reproducción de ese orden los unos, y un marcado relativismo epistémico los otros. La persona culta comienza entonces a desconcertarse ¿era acaso, en tanto portadora de ese acervo, responsable de un orden injusto y, a la vez un instrumento de su reproducción? Difícil probarlo, pero por qué no
admitirlo como una conjetura sobre el motivo por el cual algunas mentes iluminadas, eligen desentenderse de un mundo que no reconocen, que no los reconoce o sencillamente los condena al ostracismo intelectual.

También de la educación eligió despedirse en un momento en el cual, probablemente, ya flaqueaban sus fuerzas tras años de lucha para sostener la escuela en la que creía, ante a un cambio de paradigma que buscaba instituirse y, frente al cual, su capacidad especulativa y visión de futuro, le devolvería un escenario con más preocupación que alivio. Será por ello que uno de sus autores favoritos y cuya lectura recomendó a sus docentes, fuera Guillermo Jaim Etcheverry.
Polémica – los mediocres no suelen tener esta característica -, no rehuía los duelos en el campo del debate, confiada en sus convicciones y en su talento para elaborar argumentos con lógica precisa y ricos en metáforas, citas y formas poéticas.
Exigente y generosa, porque daba todo de sí para formar a sus docentes y estudiantes, pero lo que pedía luego, no le iba en zaga: responsabilidad, compromiso y contracción al trabajo. Nunca se permitió medias tintas ni vuelo bajo y, con su ejemplo, exigió e inspiró al resto a volar alto, hacia donde están los sueños por los vale la pena volar.
Otros “ineludibles”: su intuición, su sagacidad y una sorprendente visión del mundo que vendría; virtudes que difícilmente pueda tener alguien que no esté iluminado por el espíritu.

Para hacer la escuela de sus sueños, tuvo que pelear con muchos, pero finalmente recibió el reconocimiento de todos.
Su alto perfil profesional, probablemente, fue el motivo por el que no trascendió, -salvo en el espacio de las anécdotas cada vez más borrosas– la gran obra, que junto a su amiga y colaboradora incondicional: Aída, llevó adelante para sostener la escolaridad de chicos en riesgo.

Sra. Cristina, ahora que el Padre le ha dado ese abrazo de Vida Eterna, ya está disfrutando de esa casa en donde nada falta, en donde no hay dolor, ni soledad, ni olvido.
Los recuerdos habrán regresado a su memoria y su mente brillante estará alumbrando nuevos proyectos que Dios permita, nos sigan inspirando.
Sabrá comprender el motivo por el cual, no dejé afuera de estas palabras, su carácter combativo y su espíritu rebelde y frontal. En primer lugar, porque es una de las tantas cualidades que muchos le admirábamos. Pero, además, porque conociéndola, usted no hubiera aceptado un panegírico edulcorado y bucólico. Sería motivo de un reproche, que todo hombre prudente debería evitar.

Aún tengo presente una frase que pronunció en sus últimas visitas por la escuela. Me dijo entonces: “Recuerde esto, la gente siempre critica a los fuertes, pero nunca sigue a los débiles”. Con el tiempo comprendí que había sido su fórmula magistral para construir un gran proyecto que le permitió trascender generaciones y, como a muy pocas personas, le asignó un lugar en la historia de nuestra ciudad y en el corazón de su comunidad; el lugar
de aquellos capaces de legar un “espíritu fundacional”.